sábado, 24 de febrero de 2018

Hay dos momentos en que los seres humanos se equiparan.

Uno, el tiempo que dura la primera bocanada de aire que inspiramos cuando surgimos a la vida. El otro, cuando exhalamos el último aliento al fallecer.
Solamente en esos dos instantes nos igualamos.  

A partir de  cada uno de ellos todo se modifica, desencadenando un viaje en el tiempo y el espacio que se inicia al nacer cuando blancos, negros, amarillos o rojos, salimos al exterior para yacer, unos en cómodas cunas -hasta de oro- y muchos en lechos de paja o hasta en la fría tierra del suelo sin cubrir. Y finaliza cuando  la chispa divina que habita en el recipiente que nos sirvió durante el viaje por esa aventura llamada vida, se escapa con el último aliento y nos iguala en el infinito.

El lapso entre esos dos momentos se convierte entonces en algo que muchos no vemos o sentimos. La vida es un poema que deambula, una canción perpetua, un libro viviente, una pintura de infinitas gamas, una escultura de mil formas.

Cada vida es eso y más. Cada vida podría escribir miles de canciones, libros o poemas, o pintar cientos de  paisajes.

Esa es la vida. La vida es un sueño. Un sueño que muchos vivimos sin darnos cuenta todo lo que es y puede ser.

Es en ese lienzo en blanco, en esa arcilla virgen, donde se tejen las quimeras, las fantasías, las esperanzas. En fin, los sueños que cada uno vive o deja de vivir.

He allí El Lugar de los Sueños

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